El gran maestro espiritual Krishnamurti dijo: "Cuando a un niño le enseñas que un pajaro se llama 'pájaro', el niño no volverá a ver el pájaro nunca más". Lo que verá será la palabra "pájaro". Eso es lo que verá y sentirá; y cuando alce los ojos al cielo y vea que ese ser extraño y alado echa a volar, ya no se acordará de que lo que hay allí es, verdaderamente, un gran misterio. Ya no se acordará de que en realidad no sabe lo que es. Ya no se acordará de que esa cosa que vuela por el cielo está por encima de todas las palabras, de que es una expresión de la inmensidad de la vida. Es, en realidad, una cosa extraordinaria y maravillosa que vuela por el cielo. Pero en cuanto le asignamos un nombre, ya nos creemos que sabemos lo que es. Vemos "pájaro", y casi lo damos por descontado. Un "pájaro", un "gato", un "perro", una "persona", una "taza", una "silla", una "casa", un "bosque"... A todas estas cosas se les han atribuido nombres, y todas ellas pierden una parte de su vida natural en cuanto las nombramos. Está claro que debemos aprender estos nombres y debemos asociarlos a determinados conceptos; pero si empezamos a creer que los nombres y que todos los conceptos que les asociamos son reales, entonces habremos emprendido ya el viaje que nos conducirá a quedarnos sumidos en un trance por el mundo de las ideas.
La capacidad de pensar y de utilizar el lenguaje tiene un lado oscuro que, si se descuida y se emplea de manera imprudente, puede hacernos sufrir y tener conflictos innecesarios unos con otros. Porque al fin y al cabo eso es lo que hace el pensamiento. Separa. Clasifica. Nombra. Divide. Explica. Es verdad que el pensamiento y el lenguaje tienen aspectos muy útiles y que, por tanto, es muy necesario desarrollarlos. La evolución se ha esforzado mucho para que tengamos la capacidad de pensar de manera coherente y racional, o, dicho de otro modo, de desarrollar un pensamiento que nos permita sobrevivir. Pero cuando observamos el mundo vemos que esto mismo que ha evolucionado para ayudarnos a sobrevivir se ha convertido también en una especie de prisión para nosotros. Nos hemos quedado atrapados en un mundo de sueños, en un mundo en el que vivimos principalmente en nuestras mentes.
Este es el mundo de los sueños del que hablan muchas enseñanzas espirituales antiguas. Cuando muchos sabios y santos antiguos dicen: "Tu mundo es un sueño; estás viviendo en una ilusión", se refieren a este mundo de la mente y al modo en que nos creemos nuestros pensamientos acerca de la realidad. Cuando vemos el mundo a través de nuestros pensamientos, dejamos de conocer la vida tal como es y de conocer a los demás tal como son. Cuando yo tengo un pensamiento acerca de ti, es una cosa que he creado. Te he convertido en una idea. Si tengo una idea acerca de ti y me la creo, te he degradado en cierto modo. Te he convertido en una cosa muy pequeña. Así nos comportamos los seres humanos; esto es lo que nos hacemos los unos a los otros.
Para entender de verdad la causa del sufrimiento y nuestra posibilidad de dejarlo y quedar libres de él, tenemos que observar muy de cerca esta raíz del sufrimiento humano: cuando nos creemos lo que pensamos, cuando tomamos nuestros pensamientos por la realidad, sufrimos. Esto no resulta evidente hasta que no nos lo planteamos; pero el caso es que cuando nos creemos nuestros pensamientos, en ese instante mismo empezamos a vivir en el mundo de los sueños, donde la mente conceptualiza un mundo entero que en realidad no existe en ninguna parte más que en la mente misma. En ese momento empezamos a conocer una sensación de aislamiento, dejamos de sentirnos conectados unos con otros de manera humana, y, por el contrario, nos retraemos cada vez más en el mundo de nuestras mentes, en ese mundo creado por nosotros mismos.
Salir del patrón del sufrimiento
¿Cómo salir de esto, entonces? ¿Cómo evitaremos perdernos en nuestros propios pensamientos, proyecciones, creencias y opiniones? ¿Cómo empezamos a buscar una salida de este patrón del sufrimiento?
Para empezar, tenemos que hacer una observación, que es sencilla pero muy reveladora. Todos los pensamientos (los pensamientos buenos, los pensamientos malos, los pensamientos cariñosos, los pensamientos malignos) se producen dentro de algo. Todos los pensamientos surgen y desaparecen dentro de un vasto espacio. Si observas tu mente, advertirás que cada pensamiento se produce por sí mismo sin más, que surge sin ninguna intención por tu parte. Nuestra reacción aprendida es aferrarnos a ellos e identificarnos con ellos. Pero si somos capaces de renunciar, aunque sólo sea por un momento, a esta tendencia angustiosa a aferrarnos a nuestros pensamientos, empezamos a advertir una cosa muy profunda: que los pensamientos surgen y se agotan de manera espontánea y por sí mismos dentro de un espacio inmenso; que el ruido de la mente se produce, en realidad, dentro de un sentido muy profundo de silencio.
Puede que esto no resulte evidente a primera vista, porque estamos acostumbrados a concebir el silencio y la quietud en términos del entorno exterior. ¿Es silenciosa mi casa? ¿Ha dejado de ladrar el perro del vecino? ¿Está apagado el televisor? O bien, tendemos a concebir el silencio en términos internos. ¿Es ruidosa mi mente? ¿Se han tranquilizado mis emociones? ¿Me siento tranquilo? Pero el silencio o la quietud de que estoy hablando no es un silencio relativo. No es una ausencia de ruido, ni siquiera una ausencia de ruido mental. Es, más bien, una cuestión de empezar a advertir que existe un silencio que está siempre presente, y que el ruido se produce dentro de este silencio, incluso el ruido de la mente. Puedes empezar a darte cuenta de que todo pensamiento surge sobre el telón de fondo de un silencio absoluto. El pensamiento surge literalmente dentro de un mundo sin pensamientos; cada idea aparece dentro de un vasto espacio.
Cuando seguimos observando la naturaleza del pensamiento y, más concretamente, quién o qué es consciente de que se produce el pensamiento, la mayoría de las personas estamos bastante seguras: "Bueno, yo soy el que observa el pensamiento". Eso es lo que nos han enseñado y lo que nosotros suponemos de manera natural, que "tú" y "yo", como individuos separados, somos los que "pensamos" nuestros pensamientos. ¿Quién los iba a pensar, si no? Pero si lo observas con atención te darás cuenta de que en realidad no es cierto que seas tú el que piensa. El pensamiento es una cosa que sucede, sin más. Sucede, lo quieras tú o no, y se detiene, lo quieras tú o no. Cuando empiezas a observar este proceso, te puede impresionar bastante el descubrimiento de que tu mente piensa por sí sola y deja de pensar por sí sola, sin más. Si dejas de intentar controlar tu mente, comienzas a advertir que el pensamiento se produce dentro de un espacio muy vasto. Este descubrimiento es extraordinario, porque empieza a mostrarnos la presencia de algo distinto del pensamiento, y que nosotros somos algo más que el primer pensamiento que nos viene a la mente.
Cuando nos creemos nuestros pensamientos, cuando creemos muy dentro de nosotros que, de hecho, equivalen a la realidad, podemos empezar a ver que esto nos conduce directamente a la frustración, al descontento y, en último extremo, al sufrimiento, a muchos niveles. Este descubrimiento es el primer paso para desenmarañar nuestro sufrimiento. Pero también hay que ver algo más, una cosa más fundamental todavía. Este descubrimiento más profundo se produce mucho después de que hayamos formado nuestras opiniones, nuestras creencias y nuestra capacidad de conceptualizar. ¿A qué se debe que, a pesar de que hemos empezado a advertir que son nuestras mentes las que nos hacen sufrir, seguimos asiéndonos tan profundamente y con tanta vehemencia a ellas? ¿Por qué nos seguimos aferrando a esta identificación, hasta el punto de que a veces parece que es nuestra mente la que se aferra a nosotros? Uno de los motivos por los que hacemos esto es que creemos que nosotros somos, en realidad, el contenido de nuestras mentes: nuestras creencias, nuestras ideas, nuestras opiniones. Esta es la ilusión primordial: que yo soy lo que pienso, que yo soy lo que creo, que yo soy mi punto de vista particular. Pero, para ver más allá de esta ilusión, resulta útil observar con mayor profundidad todavía qué es lo que nos impulsa a ver el mundo de esta manera.
Imaginarnos a nosotros mismos y a los demás
Vamos a estudiar cómo formamos una imagen de nosotros mismos a partir de la nada, pues esto es precisamente lo que hacemos. A partir de este vasto espacio interior de consciencia y de quietud, formamos una imagen de nosotros mismos, una idea de nosotros mismos, una colección de pensamientos sobre nosotros mismos; esto es una cosa que nos enseñan a hacer cuando somos muy pequeños. Nos asignan un nombre, nos asignan un sexo. Vamos adquiriendo experiencia a medida que vivimos la vida, al ir pasando por los altibajos de lo que supone ser un ser humano; a cada hecho que nos sucede, cambian las ideas que tenemos acerca de nosotros mismos. Vamos acumulando poco a poco ideas acerca de ese que nos imaginamos que somos. Al cabo de no mucho tiempo, cuando tenemos cinco o seis años, ya tenemos los rudimentos de una autoimagen. La imagen es una cosa que valoramos mucho en nuestra cultura. Mimamos nuestra imagen; vestimos nuestra imagen; procuramos imaginarnos que somos más, o mejores, o incluso menos de lo que somos en realidad. En suma, vivimos en una cultura en la que se atribuye un gran valor a la imagen que nos proyectamos a nosotros mismos y que proyectamos a los demás. [...]
Así pues, en la práctica, todos andamos por la vida presentándonos unos a otros nuestras imágenes, y nos relacionamos los unos con los otros como imágenes. Sea quien sea quien creamos que es otra persona, no será más que una imagen que tenemos en la mente. Cuando nos relacionamos unos con otros desde el punto de vista de la imagen, no nos relacionamos con quien es el otro; sólo nos relacionamos con quien nos imaginamos que es el otro. Y después nos extraña que no nos relacionemos bien, que tengamos discusiones y que nos entendamos tan radicalmente mal unos con otros. [...]
Pero si queremos saber de verdad quiénes somos, si queremos llegar hasta el fondo de esta manera nuestra de sufrir, que surge de que nos creemos que somos lo que no somos, entonces tenemos que estar dispuestos a mirar debajo de la imagen, debajo de la idea que tenemos unos de otros y, más concretamente, debajo de la idea que tenemos de nosotros mismos. [...]
Porque, cuando miramos dentro de lo que somos de verdad (por debajo de nuestras ideas, por debajo de nuestras imágenes), no hay nada. No hay ninguna imagen en absoluto.
Hay un koan zen (un koan es un acertijo que no se puede responder con la mente, sino sólo mirando directamente por uno mismo) que dice: "¿Cuál era tu rostro verdadero antes de que nacieran tus padres?". Naturalmente, si tus padres no habían nacido todavía, tampoco habías nacido tú; y si no habías nacido, no tenías ni cuerpo ni mente. Así pues, si no habías nacido, no podías concebir una imagen propia. Es una manera de preguntar, por medio de un acertijo: "¿Qué eres tú, en realidad, cuando miras más allá de todas las imágenes y de todas las ideas acerca de ti mismo; cuando miras de manera absolutamente directa aquí y ahora, cuando te basas completamente en ti mismo y miras por debajo de la mente, por debajo de las ideas, por debajo de las imágenes? ¿Estás dispuesto a entrar en ese espacio, en el lugar donde no se aloja ninguna imagen, ninguna idea? ¿Estás verdaderamente dispuesto y preparado para ser así de libre y así de abierto?".