Me miro al espejo. Mi primera impresión es que yo soy mi cuerpo, mi foto, el que externamente ven los demás, el niño o la niña que fui yo y fue creciendo y cambiando de aspecto con los años y la experiencia, y que ahora es ese que veo, con su juventud, sus canas, sus arrugas, sus bellezas y/o imperfecciones por enfermedad, accidentes, cultivo o debilidad física. El que veo ahora.
Pues bien, ese no soy yo.
Me voy a acostar o me levanto por la mañana. De pronto se acumulan en mí mis impresiones mentales: preocupaciones personales con la familia, el jefe, el trabajo, las deudas, el futuro, la salud, amores, fracasos, mujer, esposo, hijos, el sentimiento de culpa por lo que hice o dejé de hacer, fantasmas, miedos, obsesiones…
Tampoco ese o esa soy yo.
Con el tiempo he hecho de mí un personaje. Tengo una idea hecha de mí mismo, una especie de autorretrato robot con determinadas características: guapa, seductor, intelectual, simpático, deportista, hombre de empresa, escritor, artista, sociable, interesante, etc. Muchas veces con diversas caretas: una en la oficina, otra para las fiestas, la tercera con los amigos.
No soy ese o esa.
Tampoco soy mis pensamientos, emociones, reacciones…
¿Quién soy yo, pues?
Cuando haces meditación, sin darle vueltas al coco, solo contemplando, te das cuenta de que hay algo detrás de todo eso: la conciencia, algo que se conecta con la luz y que te despersonaliza de la identificación con pensamientos y emociones. Tu vida, tu relato personal es como una película que pasa en un plano secundario comparado con la luz de detrás, la de la conciencia. Todo eso no es la base de tu yo, de tu verdadera identidad.
Tú eres la luz de la Presencia, una luz más interior y profunda que tu cuerpo, impresiones, emociones o el personaje que crees ser.
Dice Jesús: “Yo soy la luz, el camino, la verdad y la vida”. ¿Puedes decir tú lo mismo? Pues sí, en lo más profundo, desde tu participación de la naturaleza divina puedes decirlo. ¿Es esto una herejía? No, lo afirman los místicos, como san Juan de la Cruz. “La luz de Dios y el alma toda es una –escribe–, unida la luz natural con la sobrenatural, y luciendo ya la sobrenatural solamente; así como la luz que Dios crio se unió con la del sol, luce la del sol solamente sin faltar la otra”. A fin de cuentas eso soy. El que lo descubre encuentra la paz y su verdadero ser.