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Tabula Rasa

Todo comienza ahora

Hara

Una versión personal de Karl Graf Dürckheim.
IparHaizea
11 de diciembre de 2021 - 17 de octubre de 2022

Hara quiere decir “vientre”, pero en un sentido más profundo hace referencia a una actitud humana liberada del pequeño yo, que se halla anclada en la realidad terrestre, asentada en la roca que le permite alzarse hacia otro lugar, hacia lo Otro. Establecido en el Hara el ser humano, seguro, puede decir que se halla libre del miedo y descubrir en sí mismo las fuerzas de la vida, que allí en el yunque del bajo vientre se trasforman y renuevan.

El ser humano asentado en el Hara vive su cuerpo con la soltura de quien, libremente, se da permiso a sí mismo para abrirse, cerrarse re-encontrarse. El ser humano centrado en el Hara puede permanecer sereno en medio de las más terribles sacudidas, percibiendo en sí mismo la fuente inagotable de energía que continuamente le sostiene y le transforma. Y de ese modo desenganchado de la servidumbre de su ego, mantiene el equilibrio que le es propio a ese centro vital, donde ha echado su ancla.

Estar anclado ahí, en el Hara, no significa sin embargo, haber concluido el camino de transformación, sino sencillamente haberlo cimentado. Y ello porque el verdadero centro del ser humano es más sólido aún que el centro terrestre del bajo vientre, ya que éste tan sólo representa eso, la cimentación firme del roquedal del que emanará otro centro superior, donde se establece el logos de las fuerzas espirituales. Su espacio es el entorno de la cabeza, o más concretamente en esa región que abarca el pecho, el cuello y la cabeza. Es el reino de las categorías de la lógica, de la estética y de los valores morales, vehículos del Ser que a través de ellos puede también manifestarse; pero que asimismo pueden suponer su asfixia cuando se convierten en sistemas conceptualizadores cerrados y llegan a configurar una rígida frontera entre la mente y el Ser sobrenatural que está sobre todo sistema lógico.

El ser humano no es libre para recibir al Ser esencial que le interpela desde dentro si antes no ha sabido reunificar y fundir esos sistemas lógicos en el centro terrestre del Hara. Solamente entonces es cuando podemos decir con certeza que ha emergido el otro centro, ese centro que Dürckheim llama centro celeste, que podríamos llamar SER, VIDA, GRAN CONCIENCIA… En donde el ser humano encuentra su sentido, su fuerza y su gran amor.

La persona a la que le ha sido dado el experimentar la VIDA, es arrancada de su espacio temporal, creyendo estar entonces en su verdadero centro. Pero lo cierto es que esa persona, en tanto que persona e hija de la tierra, se halla ligada a un y en un cuerpo, por lo que centrar su cimentación en la base del Ser esencial sería una falsa cimentación, una falsa base, un falso centro.

En un aspecto simbólico, el centro verdadero es el corazón, fusión integradora del cielo y de la tierra. Ahí es donde el ser humano halla el sentido de su doble origen celeste y terrestre. Las fuerzas del centro terrestre, o cósmicas son personales y las del centro celeste, o logos supra-personales. El hombre traspasando su pequeño ego, puede así elevarse como un todo, mas no como un simple eslabón entre cielo y tierra sino como, en palabras de Dürckheim, la unión de uno y otra en una conciencia iluminada. Así que el corazón simboliza al hombre como hijo del cielo (Ser) y de la tierra (vida).

La misión del ser humano en la tierra es convertir esos momentos numinosos en estables, siendo testigo firme de su doble origen. De la tierra como símbolo de vida, y del cielo como símbolo del Ser, y el verdadero centro del ser humano es ese punto crucial (cruce, cruz) entre la horizontal y la vertical, donde hemos creado las condiciones para que germine lo Absoluto.

En la meditación podemos experimentar cómo la conquista de ese punto crucial es fruto de una fidelidad tenaz, un movimiento sin fin donde no a pesar de lo contingente sino que por obra de lo contingente, podemos percibir la impronta del Absoluto en el mundo. En la meditación, podemos vivir la experiencia crucial preámbulo y germen de ese ojo interior que atisba el propio despertar.

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